Iglesia de
Dios Padre

Trono de Gracia

En el centro del ábside contemplamos la representación de la Santísima Trinidad en la que Dios Padre aparece en el centro, sosteniendo al Hijo en su regazo. Entre ambos se destaca la figura del Espíritu Santo en la forma de una Paloma. El Padre nos mira, nos acoge y nos entrega lo más querido, su Hijo Unigénito, como lo más precioso que puede darnos.

¿Se puede representar a Dios?

Desde los primeros siglos del cristianismo, la Iglesia ha aceptado y promovido el uso de las imágenes en el ámbito religioso como un instrumento educativo y evangelizador.

El arte trinitario existe casi desde los comienzos, arte que es, sin lugar a dudas, complejo, dadas las características del misterio trinitario. ¿Cómo representar a un tiempo y con la misma fuerza la unidad y la pluralidad? Pese a este problema, los artistas intentaron plasmar el misterio conforme a diferentes modelos. Uno de ellos es el modelo antropomorfo. Por ejemplo, el llamado Trono de Gracia que representa en forma humana a Dios Padre, con frecuencia entronizado, al Hijo clavado en la cruz y, entre ambos, al Espíritu Santo en forma de paloma. Una representación similar es la Compassio Patris, en la que Cristo aparece muerto, apoyado en los brazos de Dios Padre, que lo sostiene y lo ofrece a la humanidad. La representación en la Iglesia de Dios Padre es similar a esta última. Sólo se diferencia en que el Hijo ya está resucitado y tiene su mirada fija en el Padre.

Desde el punto de vista estrictamente teológico, el evangelista Juan afirma que “a Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, lo ha dado a conocer” (Jn 1,18). Sin embargo, la representación antropomorfa de la primera Persona de la Santísima Trinidad es aceptada debido a que una alegoría de Dios Padre acorde a nuestra imagen humana de paternidad puede ayudarnos a vislumbrar su ser.

La Iglesia vio en estos modelos una fórmula aceptable de representar a la Trinidad, y lo reconoció oficialmente en 1752 mediante una bula del Papa Benedicto XIV.

El Padre

Dios Padre, un Dios personal, sale a nuestro encuentro, nos busca y nos sostiene en su regazo como a Jesús. Es el Padre del amor infinitamente misericordioso.

El Padre sostiene al Hijo con delicadeza. Este efecto habla de su omnipotencia que se complementa con la fuerza del manto que también sugiere calidez y cobijamiento. Sus líneas dibujan sutilmente el contorno de un corazón.

Esta imagen de Dios trae como contrapartida en el hombre, la experiencia de filialidad: soy hijo... un hijo querido, único y amado personalmente. El Padre me trajo a la vida, me conoce, me ama y me necesita para cumplir una misión que sólo yo puedo realizar...

La mirada del Padre no se dirige al Hijo sino a nosotros, como queriéndonos decir: ‘Hasta este extremo te he amado, tú eres también mi hijo como él, tú estás llamado a entrar en esta Alianza’. Sí, tanto nos ama el Padre, que nos entrega lo más querido: su Hijo (cfr. Jn 3,16).

Jesús, el Hijo del Padre

El Hijo tiene su mirada fija en el Padre. Su rostro dirigido hacia el Padre y el paño blanco que lo cubre nos hablan de que luego de padecer y morir por nosotros, ha resucitado. En esta imagen Jesús es el Hijo victorioso que se levanta para llevarnos con Él al Padre. Nuestro sufrimiento es transitorio... y se vuelve sumamente valioso al contemplar esta imagen. Al igual que Jesús, luego de nuestra muerte, nos espera el abrazo del Padre.

Cristo está totalmente abandonado en el Padre, no tiene otro alimento que cumplir su voluntad y sus deseos, por eso nos dice: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,5). “Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que Tú me has amado esté en ellos” (Jn 17,26).

El Espíritu Santo

El Padre y el Hijo son uno en el amor. Ese amor hecho Persona es el Espíritu Santo, la tercera Persona de la Santísima Trinidad, quien, según nos relata el Evangelio, desciende en el Bautismo de Jesús bajo la forma de una paloma (cfr. Mt 3,16).

Sus alas unen el corazón del Padre y el corazón del Hijo, así se revela como lazo de unión, como vínculo santo entre ambos. Se apoya en la mano del Padre que, al mismo tiempo, nos lo ofrece para que, incorporados en Cristo, seamos templos de su mismo Espíritu.

El Espíritu Santo también abre espacios de diálogo y de comunión entre los hijos del Padre.

La imagen de la Santísima Trinidad se continúa en un baldaquino rojo, con forma de cáliz que recoge la Sangre redentora de Cristo. De esta manera, se traza un puente entre las figuras modeladas en madera del trono de gracia, y el tabernáculo de bronce que está delante. Hacia allí cae también la mano de Jesús. Él nos señala el lugar más sagrado del templo: el tabernáculo, en el que Él mismo se nos da enteramente y para siempre.

El tabernáculo

El tabernáculo alberga el misterio eucarístico: la entrega amorosa y sacrificial del Hijo del Padre. En el Santísimo Sacramento Cristo está de modo real con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, todo para nosotros.

El sagrario repite la forma externa de la iglesia, y su interior simboliza el seno inmaculado de la Santísima Virgen, primer Sagrario de Cristo.

El corazón que está grabado sobre sus puertas nos habla de un Dios que se revela y se entrega como Amor hecho Alimento celestial. El corazón nos remite también a María que, como corazón de la Iglesia, sigue dando a luz a Jesús de manera mística.

La vid

La unidad que existe entre la Santísima Trinidad, la Sagrada Eucaristía y nosotros está representada de manera plástica en la figura de la vid que, desde la base del sagrario, se abre y se despliega hacia arriba. Ella expresa la íntima unión con Cristo que estamos llamados a vivir para poder dar fruto en el Reino del Padre (cfr. Jn 15,5).